21 mayo, 2025

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pazo de oca

Un paseo por el Pazo da Oca. El Versalles gallego


Llego al Pazo da Oca con la sensación de estar entrando en otro tiempo. Está en A Estrada, en el corazón verde de Galicia, y aunque lo llaman el Versalles gallego, siento que ese apodo se le queda corto. Aquí no hay grandeza fingida ni jardines diseñados para impresionar, lo que hay es una armonía silenciosa entre piedra, agua y vegetación, algo que se percibe más con los sentidos que con la vista.

Cruzo el portal y comienzo a caminar por un sendero flanqueado por árboles centenarios. El aire huele a verde antiguo, a humedad serena, y cada rincón parece tener algo que decirte si te detienes lo suficiente. El que fuera construido sobre las ruinas de una antigua fortaleza del siglo XV ha de tener mucho que ver. La entrada al pazo es sobria, de granito, con una gran torre almenada que parece la guardiana del pasado. El conjunto arquitectónico no busca imponerse, se asienta en la tierra como si siempre hubiera estado ahí siempre. Pertenece hoy a la Fundación Casa Ducal de Medinaceli, una de las familias nobles más importantes de España, y aunque sigue siendo una residencia privada, sus jardines están abiertos al público.

Pero lo que realmente me roba el aliento está más allá de los muros, son los jardines y son, sin duda, el corazón del Pazo da Oca. Aquí el tiempo parece suspenderse. Los caminos de piedra te llevan entre setos bien podados, árboles monumentales y camelias que brotan como estallidos de color entre enero y marzo. Todo respira una elegancia natural, sin artificios. Y entonces, sin previo aviso, aparecen ellos: los dos estanques gemelos.

Dos espejos de agua conectados entre sí, el «Lago de las Virtudes» que fluye hacia el «Lago de las Vanidades»’» inferior. Uno con una barca de piedra, el otro con un cisne tallado en granito. Fue construido alrededor de 1710, en el centro de cada estanque hay una isla decorada con flores y una estatua de un marinero.

Dicen que representan la dualidad: el bien y el mal, la luz y la sombra, la vida y la muerte. No sé si es cierto, pero al verlos entiendo que este lugar fue pensado para meditar, para perderse, para reencontrarse. Me quedo un buen rato observando el reflejo del puente, de los árboles en el agua y el movimiento lento de las nubes en la superficie. Es uno de los lugares más hipnóticos que he visitado.

El agua lo atraviesa todo. Corre por canales, salta en fuentes ornamentales y acompaña cada paso como una música tranquila. En el bosque ornamental que rodea los estanques se esconden esculturas de piedra cubiertas de musgo, y rincones secretos donde parece que el tiempo se ha dormido.

Una capilla sencilla pero digna, caminos sombreados, estatuas mitológicas y fuentes con formas insólitas completan este recorrido por un lugar que no es solo bello, es profundamente simbólico. Todo está pensado para ser contemplado, pero también para ser vivido en silencio.

Y como no podía ser de otra forma en Galicia, también hay leyendas. Se dice que en las mañanas de niebla puede verse una figura blanca paseando entre los jardines. Nadie sabe quién fue, pero todos están de acuerdo en que este sitio guarda secretos. No hay un solo rincón que no parezca estar cargado de historia y significado.

El edificio del pazo, aunque no está completamente abierto al público, conserva su estructura noble: torres, patios interiores, la capilla y diversas estancias que aún hoy se usan en ocasiones especiales. Todo en granito gallego, ese material que envejece con dignidad.

El pazo ha sido testigo de siglos de historia. Más de mil especies vegetales se cultivan en sus jardines, muchas traídas de otros continentes. Especialmente famosas son las camelias, que lo han convertido en una parada imprescindible dentro de la Ruta de la Camelia gallega.

El conjunto, declarado Jardín Histórico, es uno de los más importantes de Europa, pero no necesita galardones: basta con pasear por él para entenderlo.

Visitar el Pazo da Oca es dejarse envolver. Es entender cómo la arquitectura, el paisaje y la memoria pueden convivir sin estridencias. Aquí no se viene a ver, se viene a sentir. A escuchar el agua, a pisar despacio la piedra húmeda, a mirar los árboles sin prisa.

Cuando salgo, lo hago en silencio. Como si algo dentro de mí hubiera cambiado. Este no es un lugar para tachar en una lista de viajes. Es un sitio al que uno vuelve, aunque sea solo con el recuerdo.

Fotos cedidas por Isidro Vilanova